lunes, 16 de febrero de 2009

¡Ya empezó!

La cuenta macabra... Tres nuevas víctimas, al menos, en lo que va de 2009. Mujeres jóvenes, asesinadas por hombres jóvenes. La última, una menor, matada por un muchacho. Un asesino que encontró solidaridad entre amigos y familiares para ocultar el crimen y borrar las pruebas...


¿Alguien cree, verdaderamente, que la violencia sexista es cosa del pasado y que desaparecerá por sí sola, por la fuerza de "los nuevos tiempos? ¿Alguien sigue pensando que se puede ser violento con la pareja y, a la vez, "un buen chaval"? ¿Alguien comprende que al calor de una discusión se mate a una mujer?


Sevilla,
Parla,
Sevilla

domingo, 8 de febrero de 2009




Congo, el infierno en nuestro cuerpo

La mujer es un campo de batalla. La violación como arma de guerra.

"Tengo que protegerme" susurra el hombre con la bata blanca. "He aprendido a ser insensible para poder curar las pacientes que pierden orina y materia fecal después de que la violencia de grupo las ha lacerado. Mujeres torturadas con bastones, cuchillos, bayonetas que explotan dentro de sus cuerpos que se quedan sin vagina, vejiga, recto. Jóvenes a las que tengo que decir: mademoiselle, Ud. ya no tiene un aparato genital, nunca será una mujer". Hace diez años, una joven violada a cien metros de aquí llegó hasta él arrastrándose. Desde entonces, en su hospital Panzi en Bukavu, el ginecólogo Denis Mukwege ha operado 25.000 víctimas de violaciones feroces y ha medicado la misma cantidad de ellas en aldeas, condenado a leer en sus cuerpos el estrago que se cumple en esta crucial franja de Africa, el este de la República Democrática de Congo.

Se combate desde 1998 en el Norte y en el Sur del Kivu, fuera de las ciudades de Goma y Bukavu, a orillas de un lago irónicamente encantador al lado de la frontera con Ruanda. Cinco millones de muertos desde 1998 al 2002, en el conflicto más sangriento del globo después de la segunda guerra mundial. Después los rebeldes enloquecidos, las aldeas suprimidas, la misión de la ONU Monuc –la más imponente, con 17.000 cascos azules- capaz solo de contar los muertos después de batallas apresuradamente atribuidas a conflictos étnicos y que sin embargo ambicionan el control de inmensas y malditas riquezas mineras: oro, tantalio, diamantes.

La violencia, aquí, es el arma afilada de una guerra que desde hace tiempo ha perdido la línea del frente. La estrategia primordial de todas las siglas paramilitares que anidan pelotones asesinos en el corazón en tinieblas de la selva tropical. Violan los rebeldes del CNDP del general Nkunda, que ha acabado fuera de juego por manos de sus históricos aliados ruandeses y quizás –mientras escribimos- ya le han matado o trasladado a un exilio dorado. Violan las milicias de la FDLR, los Hutu responsables del genocidio ruandés de 1994 que escaparon al Congo. Violan los Mai Mai, combatientes filogubernamentales, alucinados por ritos tribales. Y viola el ejército regular.

Violencia sistemática, perpetrada ante los hijos y maridos: aniquilar a las mujeres es el método más rápido y seguro para conseguir mutilar comunidades enteras, quebradas bajo una invencible vergüenza. El presidente del Congo Joseph Kabila acaba de autorizar al ejército ruandés para que entre en el Congo con el fin de desarticular los Hutu de la FDLR, como promesa de paz para el Kivu, pero su gente no espera nada más que otros muertos, otros infiernos. "¿Por qué llamar aquí a los ruandeses para que resuelvan un problema suyo?" se pregunta Mathilde Muhindo, que ha dimitido del Parlamento disgustada por el inmovilismo de Kinshasa y que asiste desde siempre a las víctimas de la violencia en el Centro Olame de la diócesis de Bukavu. "¿Por qué el gobierno llega a un compromiso con Bosco Ntaganda, el antagonista de Nkunda, buscado por la Corte del Aja por crímenes contra la humanidad? Es triste que en nuestra tierra cualquiera esté autorizado a hacer lo que quiere, exactamente como los militares sobre el cuerpo de las mujeres".

Cuerpos desflorecidos como el de Elise Mukimbila, máscara de arrugas y de rencor: en las creencias tribales forzar a una mujer anciana significa riqueza, así los Mai Mai han abusado de Elise por meses, en la selva en el norte de Goma y le han contagiado el HIV. El encuentro en Goma, en el pequeño centro de Univie Sida, asociación local que convence a las mujeres seropositivas del hecho de que la vida puede y debe continuar. Y cuerpos de niñas como Valentine, huérfana de doce años, porque violar a una virgen te hace inmortal. Ha perdido la palabra después de las repetidas violaciones masivas, tiene la falda empapada de orina por una fístola que nunca le han curado: la hermana mayor quiere esconder la tragedia a los demás desplazados en el campo de Buhimba, poco lejos de Goma y dice a todos que la sonrisa vacía de la niña no es nada más que una locura sin nombre. En Bukavu, Janette Mapengo, 31 años, se acerca a mi cojeando. Los 8 hutu que la han violado en su cabaña obligaron a su marido a mirar, para después matarlo con un tiro en la frente y hacer estallar contra Janette otros tres tiros, apenas se atrevió a gritar.

Levanta la falda descolorida mostrando la extremidad de plástico: en el hospital Panzi le ha sido amputada la pierna derecha destruída por los disparos. Janette llora despacio: "Soy inútil". Françoise Mukeina tiene 43 años, once hijos, los ojos de color miel: "Cien hutu han tomado ocho de nosotras de la aldea, en Shabunda, nos han tenido esclavas en la selva durante dos años, nos daban de comer los restos, violadas a turno todos los días, marcadas con el fuego. Cuando me han mandado por leña he escapado. Tengo dolores que no se acaban nunca pero doy gracias a Dios: yo estoy viva, las demás no". Solo en el Sur de Kivu, desde enero a septiembre 2008, la agencia de la ONU Unfpa ha censado 11.600 mujeres que han pedido ser curadas después de la violencia carnal: los autores del 95% de esas violencias eran militares. En el Norte de Kivu se estiman 30.000 víctimas de violencia desde 1998, pero las que callan por la vergüenza serían muchas más.

"Es un feminicidio: las violencias aumentan, parecen contagiosas": dice Fanny Mukendi de Action Aid, una organización internacional que entre Bukavu y Goma financia los grupos locales más activos en el reconstruir un mínimo de existencia a estas mujeres. "Son pobres, desplazadas después de los ataques de los rebeldes: la violencia es el golpe de gracia. Necesitan asistencia psicológica e ingresos económicos: con nosotros fabrican jabón, canastas, preparan dulces para vender en el mercado. Nada de espectacular, pero las ayuda a aceptarse de nuevo". En Goma, Action Aid ha fundado un movimiento femenino que en noviembre, durante el asedio de Nkunda, ha llenado el estadio con el grito "stop aux viols". Y según Fanny, "cualquier mujer tendría que ser solidaria con ellos". Pensaba sobretodo en el este del Congo; la ONU, el año pasado, se ha decidido a incluir la violación de guerra entre los crímenes contra la humanidad, perseguible por los tribunales internacionales.

Pero por ahora, aquí, domina la impunidad: "Con los militares se puede solo señalar el ejército de pertenencia", explica Julienne Mushagaluja, abogado del grupo Afejuco en Bukavu, que recoge los testimonios de víctimas en vista de una cita importante: "Está por llegar un enviado de la Corte del Aja", declara. "Tendrá que comprender que existen pruebas suficientes para denunciar a los señores de la guerra por violación". De las 58 condenas efectuadas en Bukavu en el 2008 (sobre 353 denuncias), solo 9 se referían a militares, pero era también por otros delitos. "Si fueran los hombres los que sufrieran y no las mujeres, la comunidad internacional ya hubiera encontrado una solución", dice sumiso el doctor Mukwege. En el campo de Buhimba, durante el habitual chaparrón de la tarde, me siento en una cabaña obscura sobre la tierra negra del volcán Nyiragongo, con un grupo de mujeres y sus recién nacidos. Los hijos de la violencia. En Congo el aborto es ilegal, para el clandestino hace falta dinero y no es el caso de Dativa Twisenge, 22 años, esquelética, guapa, que desprecia a su pequeño Oliver: "¿Qué hago con él? Solo quiero morir. Dos violaciones son demasiadas", me deja helado. "Hace dos años en mi casa, en Masisi, con mi madre: a ella le rompieron las piernas. El año pasado aquí cerca tres militares del gobierno me montaban como a una perra mientras me pegaban con el bastón en la espalda: no he hecho más que gritar "¡matadme!". Agnès es un rayo de luz: 33 años, seis hijos, el último nacido de una violación. La raptaron cerca del campo con otras nueve, atada y vendada desde el amanecer hasta el anochecer, tirada entre los bananos como basura. No puedo no preguntarle que es lo que siente hacia este recién nacido regordito, que la recordará la tortura por siempre. Ella abre los ojos grandes: "Tienes que entender, es mi niño. Le he llamado Chance para que, por lo menos él, tenga la suerte de conocer un mundo mejor".

Emanuela Zuccalà

Artículo de Io Donna. Emanuela Zuccalá: L'inferno nel nostro corpo (*)

(*) Traducción castellana proporcionada por Jorge-Tragamuvis-Geo, que desde aquí agradezco.